Le château: Black and White (II)

30/09/2021 Desactivado Por Anna Val

Empecé a dar estúpidos giros alrededor de la mesa mientras saboreaba aquel delicado coñac, decidiendo, finalmente, que sería más acertado sentarme para evitar un mareo innecesario, y deslizando mi cuerpo sobre el esponjoso sofá como si fuese una cariñosa tela de seda, quedé en una cómoda posición que me permitió, sin demasiado esfuerzo, encender la lamparilla que permanecía estática sobre la mesita de cristal. Su cálida luz alumbraba lo justo para que pudiera descifrar lo que ponía en aquella tarjetilla que sobresalía impaciente de mi bolsillo. La cogí y fui jugueteando con ella hasta ponerla en mi campo de visión para leer aquellas elegantes letras doradas que me sobresaltaron gratamente: «Julie Blanche / Le Châteu Black and White». Me incorporé de inmediato, como si hubiese recibido una fuerte descarga eléctrica y exclamé: «¡¡Julie!!».

Habían transcurrido seis años desde la última vez que había visto a mi amiga de la infancia. Lo recordaba muy bien porque fue en la fiesta aniversario de una prestigiosa revista parisina que celebraba el centenario de su primera publicación, y cuyo acto tuvo lugar en un emblemático hotel cercano a la rue Vaneu. Fue allí, rodeadas de ruidosos e ilustres intelectuales muy alegres a causa de los brindis dedicados al exitoso editor de dicha revista, donde se materializó la feliz e inesperada coincidencia.

 

Envueltas en aquel bullicioso ambiente de jarana literaria, Julie me explicó brevemente que había vuelto de nuevo a Francia para instalarse en el mismo pueblecito donde ambas pasábamos los mágicos meses de verano junto a nuestros progenitores. Un grato y sereno lugar que se encontraba situado en la bella e inspiradora región de la Gascuña.  Además, había restaurado la vieja residencia en la que ella y sus padres ocupaban durante los largos días estivales, transformando el deteriorado château, en un hotel. Lo había convertido en un tranquilo refugio para escritores, filósofos, poetas, pintores… Un idílico lugar para que todos ellos pudieran descansar y desarrollar su trabajo en paz.

Julie, fuente inagotable de gloriosas ideas, nuevamente me sorprendió. Su vida no fue nada fácil, pero gracias a su desbordada imaginación y a su extravagante personalidad, supo voltear los duros golpes que el destino le había propinado, en suaves arañazos. 

– ¡¡Prométeme que vendrás!! ¡Y no me digas que será en breve porque es lo que siempre sueles decir cuando una invitación te perturba y no tienes claro que aceptar sea los más acertado…! -me dijo mientras se alejaba dedicándome una amplia sonrisa acompañada de un guiño cómplice. 

– ¡Iré, Julie! –le contesté entre risas y alzando mi copa de champagne. No pude dejar de pensar en lo bien que me conocía.

Aquella fue nuestra última conversación, y ya habían pasado seis fantasmales años… Me negué a seguir exprimiendo mi memoria para averiguar el tiempo trascurrido desde que nuestra infancia y adolescencia decidieran huir para no regresar jamás. No quise saberlo, no. Tomé la decisión de ignorar aquel obsceno baile de números y me recosté nuevamente entre los mullidos almohadones paladeando aquel líquido sagrado, visualizando en mi mente aquellas imágenes del pasado en blanco y negro y otras, por qué no, también en color.

Inexplicablemente, la primera imagen que proyectó mi cámara oculta del recuerdo, fue la de los padres de Julie. Un matrimonio conservador y burgués que tuvo un trágico final a causa de la extrema rebeldía de su hija, que harta de llevar una comprimida vida familiar, decidió, tras alcanzar la mayoría de edad y haciendo gala de su anárquico carácter, fugarse a Nueva York en compañía de un roído músico de Jazz para vivir, según me dijo en su momento, una sonada y apasionada historia de amor, dejando a sus padres sumidos en la más profunda desesperación al no lograr comprender el porqué de aquel turbulento comportamiento de su querida hija.

Desconcertada, su madre se refugió en su sensiblero mundo religioso. Todas las mañanas, aquella mujer tan desgraciada, acudía a la iglesia para oír el sermón matutino con la esperanza de encontrar, entre los muros del frío templo, el ansiado milagro que materializara el regreso de su indomable hija. Pero un día, a la vuelta de uno de aquellos peregrinajes mañaneros, las fuerzas del universo se apiadaron de ella y decidieron que lo mejor sería que dejara de sufrir. La desdichada fue atropellada por un coche. Murió en el acto.

Su esposo, el padre de Julie, sorprendido por el vil ataque de un nuevo disgusto, quedó idiotizado y tuvieron que internarlo en un manicomio. Meses más tarde, también murió.

Julie, al saber la noticia de aquellos trágicos fallecimientos abandonó al músico de Jazz, y se fue una larga temporada de retiro espiritual al Tíbet en busca de respuestas, pero no halló nada, se sentía más perdida que cuando llegó. Por lo tanto, puso rumbo hacía la alegre y colorida Italia. Allí, contrajo matrimonio con un importante agente editorial. Un hombre rico, liberal y liberado y, además, italiano.

Continuará…


Anna Val.