Seiche La Mollusca (X)

19/03/2021 Desactivado Por Anna Val

Aquel carruaje de dos ruedas parecía un alma errante salida de alguna antigua fotografía publicitaria de Paul Sescau. Incluso su cochero, del que llegué a pensar que tal vez fuese un mero figurante para no desentonar con aquel carretón de otro siglo, tenía un aspecto muy poco evolucionado. Pero era muy afable, eso sí.

Saludándonos con mucho entusiasmo, e invitándonos a acomodarnos en la parte trasera de lo que sería, a partir de ahora, nuestro nuevo medio de transporte, quedó extrañado al comprobar que no lleváramos equipaje. Para su tranquilidad, le comenté que era mucho mejor no trajinar con ninguna carga innecesaria. Pero, a pesar de mis explicaciones, siguió de manera tozuda en la obstinada búsqueda de las inexistentes maletas…  

Dave, que no dijo ni palabra, contemplaba divertido aquella absurda escena que retrasaba, sin sentido alguno, nuestro traslado a la «Maison de Adèle».

 

Le dejamos que siguiera buscando lo que jamás encontraría y, de un salto, Dave subió a la tartana tendiéndome su mano con gesto galante para ayudarme a subir a la plana y dura caja de madera viéndome obligada a improvisar una breve escalada hacía su interior, en la que me quedé encajada y boca arriba totalmente inmovilizada… ¡Me rompí un tacón!

 Por supuesto no dije nada y, de manera disimulada, arrastré mi mano hasta conseguir coger aquella pieza alargada escondiéndola en el interior de mi bolsillo izquierdo.

A pesar del esfuerzo por ocultar mi nueva torpeza tuve la sensación que Dave quiso que yo pensara que él no se había enterado de nada, pues miró para otro lado intentando encarcelar una espontánea carcajada. Yo, por si acaso, hice ver que no me daba por aludida… 

Agotado de explorar, nuestro peculiar conductor desistió en su pesquisa y decidió que ya era hora de retomar, nuevamente, el itinerario establecido, ordenándole a aquel jamelgo de color alazán que emprendiera el camino de regreso.

Empezamos a movernos lentamente por las estrechas calles de la bella ciudad que atesoraba, en su totalidad, una gran riqueza arquitectónica medieval. Sin prisa recorrimos el antiguo y majestuoso Pont-Vieux, el cual, se alzaba heroico y victorioso resistiendo, dignamente, el paso del tiempo sobre sus imponentes arcos.

El atardecer que nos acompañaba era pura placidez y yo entré en un extraño estado de trance, en un desdoblamiento voluntario y real, en el que una parte de mí, empezó a elevarse, sobrevolando el cielo de Albi.

El sol iba perdiendo intensidad, pero, a pesar de su debilidad, todavía conservaba la fuerza necesaria para pintar la ciudad con unos penetrantes matices de color rojizo nogal, que, entremezclados con los arcillosos ladrillos de color terroso, plasmaban en aquel lienzo natural el espectacular y verdadero retrato de su mágica aura.

La suave y delicada brisa que me envolvía como un esponjoso abrazo, sonreía a la tímida luna que, escondida y vestida de temeroso blanco, permanecía atenta a la espera de que su radiante amante le cediera el protagonismo que ella merecía.

Poco a poco, se fue iluminando al escuchar el melódico tintineo que las pícaras estrellas le esparcían, convirtiendo aquel mágico y bello sonido, en un armonioso vals de Maurice Ravel.

Involuntariamente y con una gran pereza, observé como una ligera sombra iba cubriendo todo mi ser, desvaneciendo mi placentera ensoñación. Era el cuerpo de Dave, que, sin apenas rozarme, estaba encima de mí. Y, entonces, creí que iba a besarme… Pero no, su intencionalidad distaba mucho de lo que yo pensaba. Se apoderó de la cámara fotográfica y empezó a disparar para inmortalizar el bello atardecer.

Continuará…


Anna Val.